Todas las guerras de liberación hunden
sus raíces en la primera de todas ellas, la
que los españoles libraron, hace exactamente
dos siglos, contra los ejércitos de
Napoleón.
En 1807, el Emperador, embriagado por
sus triunfos, lanza sus soldados a la conquista
de la Península pensando que será
un paseo militar: «Es un juego de niños,
esa gente no sabe lo que es un ejército
francés; créame, será rápido», declara.
Seis años más tarde, 110.000 soldados franceses
han encontrado la muerte en España
o en Portugal, y la retirada termina ante
las murallas de Toulouse.
Es todo un pueblo el que se levantó contra
el invasor. La palabra «guerrilla» nace
durante este terrible conflicto para denominar,
ya para siempre, lo que hasta
entonces se llamaba «la pequeña guerra».
La de los partisanos, las emboscadas, los
soldados masacrados, torturados; horrores
que son vengados por sus camaradas mortificando
a la población con la misma barabarie.
La guerrilla también es urbana: los
asedios de las ciudades españolas recuerdan
los de la Antigüedad. Reducirlas supone
meses de lucha, calle por calle, casa
por casa, peleando contra los hombres
pero también contra mujeres y niños. Escenas
de una cruel modernidad que sumirán
a los soldados franceses en un infierno que
no habían conocido hasta ese momento.