La elección de Bergoglio como Papa supuso un gran revulsivo para la Iglesia católica. El pontífice argentino inició un fuerte impulso reformador, acrecentado cuando estalló la gravísima crisis de la pederastia eclesial. Además de apostar por los más débiles, defendió una ecología integral y arremetió contra la economía que mata. Reorganizó la Curia, impuso un control de las finanzas y fustigó el carrerismo eclesiástico. Semejante audacia, le generó un sinfín de enemigos, dentro y fuera de una Iglesia, que ahora es más universal, menos eurocéntrica. Esta revolución chocó frontalmente con el ala más conservadora que se organizó para erosionar su credibilidad, alentar la rebelión contra su autoridad y minar su moral para que tirara la toalla. Una conspiración que ha incluido el acoso a sus colaboradores más cercanos. Estamos ante una batalla por el liderazgo espiritual de 1.400 millones de católicos y la influencia geopolítica del Vaticano. Independientemente de quién sea el Pontífice, la auténtica «guerra sucia» desatada contra Francisco es un fiel reflejo de la profunda división en el seno de la iglesia cató