A lo largo del tiempo, la Iglesia no ha tenido buena relación con la mujer, a excepción de un breve periodo en los comienzos del Cristianismo. En el siglo II la excluyó de los oficios y actividades eclesiásticas que realizaba, para otorgar protagonismo único al hombre.
Desde entonces, la posibilidad de reconocimiento de la dignidad femenina se fue apagando, y se impuso a la cristiana el silencio y la sumisión. En adelante, su existencia estuvo marcada por la marginación y el sometimiento al hombre.