Al aceptar el maestro de obras Nuredín la proposición de empleo del señor K no sospechaba que en el desierto donde dicho empleo lo consignaría sus trabajadores iban a
ser esclavos. Nuredín ignoraba que el Islam reglamenta la esclavitud y que para el Islam practicado en aquel desierto sólo es algo natural que los moros exploten a los negros, se
apoderen de sus hijos y fuercen a sus hijas. El maestro de obras aprendió allí que el derecho del dueño a la propiedad del esclavo es de origen divino, y que la revelación divina
instituye el derecho de los dueños a yacer con sus esclavas, sin excluir las casadas.
Descubrió que el miedo es indisociable de la vida de los negros, afligiéndole, como musulmán, la ridícula creencia, universal entre ellos, de que Dios los hizo negros para
obedecer a los moros, sometimiento en esta vida cuya recompensa en la otra será el paraíso. Que la educación del negro fuese indistinguible de la domesticación de los
animales le hirió, sin embargo, menos que los cuarenta versículos de guerra, muerte y destrucción repartidos por el Corán, la palabra de Dios increada y eterna, cuarenta
versículos olvidados por Nuredín desde la infancia y que en el desierto releyó. El primero empieza: «¡Matadlos donde los encontréis!...»; y el último, descripción involuntaria del
11-S, termina: «...Pero Dios llegó a ellos por donde no esperaban y arrojó el terror en sus corazones. Con sus manos y con las manos de los creyentes demolerán sus casas».