Nicolás Corvaserra está convencido de que el mundo le debe algo. Una lectura, un gesto, una prueba de que su voz importa. Cuando nadie responde, empieza a convencerse de que lo silencian. Pero lo más insoportable no es la indiferencia ajena, sino la sospecha creciente de que tal vez nunca tuvo nada que decir. Todo lo que escribe huele a orgullo herido, a desesperación vestida de talento, a miedo de no ser nadie.
Un descenso implacable hacia el fracaso, la rabia y la lucidez.