Hay un poema datado en 1863 donde Emily Dickinson se hace cargo, una vez más, de la pregunta por la contingencia, por la fragilidad del tiempo que ahí cobraría la forma de una suspensión "más hostil que la muerte". Esa hostilidad se asocia, para Dickinson, a un perecer, a una aniquilación o disolución que, sin embargo, es la condición imprescindible "para vivir de nuevo". Es como si el antagonismo contra el tiempo y contra el mundo (o mejor, contra el tiempo del mundo) fuera el umbral necesario, con todo su dolor y con todo su azar, con todo su silencio, para volver a aprender a hablar, a vivir, a recomenzar. En ese sentido, como apuntaba aquel poema fugaz, la muerte "es sólo muerte..." "por grande que sea".