Allá por el año 1218, Cecilia Cesarini conoció en Roma a Domingo de Guzmán. Él rondaba los cuarenta y cinco y ella apenas tenía quince. Dos años más tarde, Cecilia recibiría de manos del propio santo, el hábito dominicano. Siendo ya anciana, dictó sus recuerdos a sor Angélica en el convento de Santa Inés de Bolonia. Su breve descripción física, psicológica y espiritual del santo ha sido desde entonces la mejor invitación para conocer y adentrarse en su figura.
«La forma exterior del bienaventurado Domingo era
-según Cecilia- así: mediana estatura, delgado de cuerpo,
rostro hermoso, un tanto bermejo, cabellos y barba levemente rubios, ojos bellos. De su frente y de las cejas salía cierto resplandor, que seducía a todos y los arrastraba a su amor y reverencia. Siempre estaba con semblante alborozado y risueño, a no ser cuando se encontraba afectado por la compasión de alguna pena del prójimo. Tenía largas y elegantes manos y una gran voz, hermosa y sonora. Nunca fue calvo y conservó siempre el cerquillo íntegro, entreverado de algunas canas».
El presente libro quiere prolongar el retrato hecho por sor Cecilia y dar testimonio de la presencia y valor en nuestros días de este discreto compañero de camino en la escucha de la Palabra, la contemplación y la fraternidad de los seguidores del Señor Jesús.